Al cabo de muchas
tentativas frustradas, María dos Prazeres consiguió que Noi distinguiera su
tumba en la extensa colina de tumbas iguales. Luego se empeñó en enseñarlo a
llorar sobre la sepultura vacía para que siguiera haciéndolo por costumbre
después de su muerte. Lo llevó varias veces a pie desde su casa hasta el
cementerio, indicándole puntos de referencia para que memorizara la ruta del
autobús de las Ramblas, hasta que lo sintió bastante diestro para mandarlo
solo.
El domingo del ensayo
final, a las tres de la tarde, le quitó el chaleco de primavera, en parte
porque el verano era inminente y en parte para que llamara menos la atención, y
lo dejó a su albedrío. Lo vio alejarse por la acera de sombra con un trote
ligero y el culito apretado y triste bajo la cola alborotada, y logró a duras
penas reprimir los deseos de llorar, por ella y por él, y por tantos y tan
amargos años de ilusiones comunes, hasta que lo vio doblar hacia el mar por la
esquina de la Calle Mayor. Quince minutos más tarde subió en el autobús de las
Ramblas en la vecina Plaza de Lesseps, tratando de verlo sin ser vista desde la
ventana, y en efecto lo vio entre las parvadas de niños dominicales, lejano y
serio, esperando el cambio del semáforo de peatones del Paseo de Gracia. «Dios mío»,
suspiró. «Qué solo se ve».
Tuvo que esperarlo
casi dos horas bajo el sol brutal de Montjuich. Saludó a varios dolientes de
otros domingos menos memorables, aunque apenas sí los reconoció, pues había
pasado tanto tiempo desde que los vio por primera vez, que ya no llevaban ropas
de luto, ni lloraban, y ponían las flores sobre las tumbas sin pensar en sus
muertos. Poco después, cuando se fueron todos, oyó un bramido lúgubre que
espantó a las gaviotas, y vio en el mar inmenso un trasatlántico blanco con la
bandera del Brasil, y deseó con toda su alma que le trajera una carta de
alguien que hubiera muerto por ella en la cárcel de Pernambuco. Poco después de
las cinco, con doce minutos de adelanto, apareció el Noi en la colina, babeando
de fatiga y de calor, pero con unas ínfulas de niño triunfal. En aquel
instante, María dos Prazeres superó el terror de no tener a nadie que llorara
sobre su tumba.
MARIA DOS PRAZERES
DOCE CUENTOS PEREGRINOS
GABRIEL GARCIA MARQUEZ
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